
Desde la cuna hasta la cruz. Desde Belén hasta el monte de los Olivos, os he amado.
El frío y la miseria de mi primera noche en el mundo no me han impedido amaros con mi espíritu y, anonadadamente hasta no poder deciros, Yo–Verbo: “os amo”, os he dicho aquellas palabras con mi espíritu, inseparable del espíritu del Padre y con Él operante en una actividad inextinguible.
La agonía de mi última noche en la Tierra no me impidió amaros. Al contrario, ha tocado las más altas cumbres del amor, ha ardido en el incendio más vivo, ha consumado todo lo que no era amor hasta exprimir, junto con la repulsión por el pecado y el dolor por el abandono paterno, la sangre de mis venas.
¿Qué amor hay más grande que el de aquel que sabe amar sabiéndose odiado? Yo os he amado así.
El primer gesto de mis manos, una caricia; el último, una bendición. Y entre estos dos gestos, nacido el primero en la oscuridad de una noche de invierno, el último en el resplandor de una abrasadora mañana de verano, treinta y tres años de gestos de amor, que respondían a otros tantos movimientos de amor. Amor de milagros, amor de caricias a los niños y a los amigos, amor de maestro, amor de benefactor, amor de amigo, amor, amor, amor...
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